Paola E. Leone, Coordinadora del Laboratorio de Genética y Genómica, SOLCA Núcleo de Quito.
La historia del cáncer de pulmón en Ecuador comienza en los años en que el país apenas consolidaba sus primeros registros oncológicos. Desde la creación del
Registro Nacional de Tumores de SOLCA en los años ochenta, los informes dejaron claro que el cáncer era ya una de las principales causas de muerte, y que el pulmón figuraba entre los tumores más letales para hombres y mujeres.
A escala nacional, estimaciones recientes sitúan el riesgo de presentar cáncer de pulmón en torno a
6,6 casos por 100.000 hombres y 6,0 por 100.000 mujeres (datos 2021), cifras que pueden parecer modestas frente a países industrializados, pero que se traducen en cientos de diagnósticos nuevos cada año en un sistema de salud con recursos limitados. En términos de mortalidad, el riesgo es de
6,0 muertes por 100.000 hombres y 4,8 por 100.000 mujeres por cáncer de pulmón, consolidándolo entre los tumores más letales del país.
Entre
1996 y 2013, el Laboratorio de Genética y Genómica de SOLCA analizó tumores sólidos y el hallazgo citogenético fue que
la mayoría de los tumores mostraban cariotipos normales, algunos con ganancias y pérdidas de cromosomas que albergan genes asociados a este tipo de cáncer.
A inicios del año
2000 estudiamos el efecto de algunos agentes genotóxicos como la radiación y fumadores, detectando alteraciones citogenéticas, nada de grandes catástrofes cromosómicas, sino cambios discretos como
asociaciones teloméricas, alineaciones entre los cromosomas por sus extremos que una década después pudimos evidenciar la
pérdida de material genético, que podría activar oncogenes o inactivar genes supresores de tumor. Era un cáncer que se escondía, no en la espectacularidad del cariotipo, sino en la sutileza del daño estructural.
La siguiente pregunta fue inevitable: si no todo se explica por tabaco ni por grandes roturas cromosómicas, ¿qué hace a los ecuatorianos vulnerables al cáncer de pulmón? Aquí entra en escena nuestra
biología poblacional. Diversos estudios genéticos demostraron que la población ecuatoriana es
trihíbrida, resultado de la mezcla de ancestrías nativoamericanas, europeas y afrodescendientes. Esa historia de mestizaje dejó una arquitectura de variantes genéticas distinta a la de Europa o Norteamérica, y esa diferencia se hace visible precisamente en el pulmón.
Los estudios de mutaciones en el gen
EGFR en pacientes ecuatorianos con cáncer de pulmón revelaron un dato provocador: la
frecuencia de variantes patogénicas es similar a la descrita en poblaciones asiáticas, no occidentales. Mutaciones como
L858R y
G719S, identificadas mediante PCR, digestión enzimática y, más tarde, secuenciación de nueva generación, colocan a muchos tumores ecuatorianos dentro del perfil “EGFR-dependiente”, típico del adenocarcinoma de no fumadores o exfumadores livianos. Mientras la narrativa global insiste en el “cáncer del fumador duro”, los datos locales recuerdan que parte importante de nuestra carga tumoral sigue una lógica genética distinta.
En Latinoamérica se ha descrito alteraciones del gen
ALK en cáncer de pulmón entre 0 por ciento a 10,8 por ciento, con una media de 6,8 por ciento y Ecuador representa ese
0 por ciento de
translocaciones de este gen, que estudiamos desde 2011 a la fecha.
Con la llegada de la
NGS, hemos analizado en pacientes con cáncer de pulmón y controles sanos, con plataformas que incluyen
94 genes y 284 SNPs asociados a cáncer, construyendo redes de interacción proteica y ontologías génicas que mostraron la participación de genes en vías de proliferación, reparación del ADN e inflamación crónica. Una fracción relevante de pacientes no presentaba mutaciones “clásicas” descritas en bases de datos internacionales, sugiriendo la existencia de
variantes aún no catalogadas,
propias de nuestro mestizaje. De ahí la conclusión: si el mundo discute ya sobre
exomas y
genomas completos, Ecuador no puede quedarse solo en paneles parciales; comprender nuestro cáncer de pulmón exige leer nuestro genoma completo, no un resumen europeo.
Cuando se mira el contexto global, la importancia de esto se vuelve evidente. Según GLOBOCAN 2020–2022, el cáncer de pulmón genera
alrededor de 2,2–2,5 millones de
casos nuevos y
1,8 millones de
muertes al año, representando cerca del
11–12 por ciento de todos los cánceres y casi
una quinta parte de todas las muertes por cáncer del planeta. A escala mundial, es el tumor más letal. En Sudamérica, se estima una incidencia ajustada cercana a
17,8 casos por 100.000 habitantes y una mortalidad de
10,3 por 100.000, valores superiores a los reportados para Ecuador, lo que sugiere una combinación de diferencias reales de riesgo, pero también de
subdiagnóstico y barreras de acceso.
En casa, el impacto económico del tabaco es brutal: estimaciones del Ministerio de Salud señalan que solo el
cáncer de pulmón asociado al tabaquismo implica costos directos superiores a
70 millones de dólares anuales, sin contar días de trabajo perdidos, discapacidad y cuidados informales. Aun así, más del 90 por ciento de los casos de cáncer de pulmón en el país siguen vinculados al consumo de cigarrillo, a la exposición pasiva al humo y a contaminantes como arsénico o radón. La paradoja es clara: conocemos al principal agresor, pero apenas regulamos su presencia en la vida cotidiana.
La historia se vuelve todavía más incómoda con la irrupción de los
vapeadores. Estudios de fragilidad cromosómica que realizamos en fumadores y vapeadores ecuatorianos muestran que los cigarrillos electrónicos, con y sin nicotina, producen
daño cromosómico comparable al del cigarrillo tradicional, rompiendo la narrativa publicitaria de “alternativa segura”. Para un país donde el vapeo crece entre adolescentes, esto debería leerse como una alerta temprana: estamos cambiando la forma de inhalar carcinógenos, pero no su efecto sobre el genoma.
En medio de este panorama, hay un dato que rompe el pesimismo: análisis de supervivencia recientes sugieren que la
supervivencia global al cáncer de pulmón en Ecuador ronda el 29 por ciento, cifra que supera la reportada en varios países de altos ingresos donde oscila alrededor del 15 por ciento. Eso no significa que estemos mejor, sino que probablemente estamos detectando una proporción relativamente mayor de casos operables o tratados en centros oncológicos especializados, mientras otros nunca llegan a ser diagnosticados. La “buena cifra” puede esconder la cara oscura de la inequidad.
La era actual ya no se entiende sin
terapias dirigidas: mutaciones en
EGFR,
ALK,
ROS1,
MET,
KRAS,
BRAF,
HER2,
RET y
NTRK abren la puerta a inhibidores específicos que están cambiando la supervivencia de pacientes con cáncer de pulmón avanzado. A escala global, estos fármacos son ya estándar; en Ecuador, su acceso sigue siendo desigual y fuertemente condicionado por la capacidad de pago, el tipo de seguro y la posibilidad de acceder a pruebas moleculares. En otras palabras, la biología ofrece opciones, pero la economía decide quién las recibe.
Visto en perspectiva histórica, el cáncer de pulmón en Ecuador cuenta tres historias entrelazadas:
1. La del registro y la epidemiología, que documentan cómo este tumor se afianza entre las principales causas de muerte.
2. La de la genética y el mestizaje, que explican por qué nuestra vulnerabilidad no calza con los modelos importados.
3. Y la de la política sanitaria, que define si el conocimiento se convierte en prevención, detección temprana y terapias dirigidas, o queda atrapado en congresos y artículos.
El mensaje final es más provocador que consolador:
no basta con repetir
“deje de fumar”. Hay que sumar al discurso la exigencia de aire limpio en las ciudades, regulación real del tabaco y el vapeo, acceso universal a diagnóstico genético y una lectura honesta de nuestro propio genoma. Porque en Ecuador, el cáncer de pulmón no es solo un problema de humo: es un espejo de nuestra biología, nuestras decisiones colectivas y nuestras desigualdades.